Autor: William D. Hartung; responsable de la traducción: Miguel Ruiz. Publicado primero en: https://tomdispatch.com/entering-a-golden-age-for-war-profiteers/

Cuando, en su discurso de despedida de 1961, el presidente Dwight D. Eisenhower advirtió de los peligros de la influencia injustificada que ejercía una asociación entre el ejército y una cohorte cada vez mayor de contratistas de armamento estadounidenses, e inventó el término «complejo militar-industrial», nunca podría haber imaginado hasta qué punto se había extendido su influencia. De hecho, en los últimos años, una empresa, Lockheed Martin, ha recibido normalmente más fondos del Pentágono que todo el Departamento de Estado de Estados Unidos. Y eso fue antes de que la administración Trump recortara drásticamente el gasto en diplomacia y aumentara el presupuesto del Pentágono a un asombroso billón de dólares al año.
En un nuevo estudio publicado por el Quincy Institute for Responsible Statecraft y el Costs of War Project de la Brown University, Stephen Semler y yo exponemos lo poderosos que se han vuelto esos fabricantes de armas y sus aliados, ya que los presupuestos del Pentágono simplemente no dejan de aumentar. Y considere esto: en los cinco años de 2020 a 2024, el 54% de los 4,4 billones de dólares del gasto discrecional del Pentágono se destinaron a empresas privadas y 791.000 millones de dólares fueron a parar a solo cinco empresas: Lockheed Martin (313.000 millones), RTX (antes Raytheon, 145.000 millones), Boeing (115.000 millones), General Dynamics (116.000 millones) y Northrop Grumman (81.000 millones). Y ojo, eso fue antes de que aterrizara en el planeta Tierra el proyecto de ley del Gran Presupuesto Hermoso de Donald Trump, que recorta drásticamente el gasto en diplomacia y programas domésticos para hacer sitio a importantes recortes de impuestos y desembolsos casi récord del Pentágono.
En resumen, el «estado guarnición» del que advirtió Eisenhower ha llegado, con consecuencias negativas para casi todo el mundo excepto para los ejecutivos y accionistas de esos gigantescos conglomerados armamentísticos y sus competidores en el emergente sector de la tecnología militar que ahora les pisan los talones. Militaristas de alta tecnología como Peter Thiel, de Palantir, Elon Musk, de SpaceX, y Palmer Luckey, de Anduril, han prometido una nueva versión, más asequible, más ágil y supuestamente más eficaz, del complejo militar-industrial, como se expone en «Rebooting the Arsenal of Democracy» de Anduril, una oda al supuesto valor de esas empresas tecnológicas emergentes.
Curiosamente, ese ensayo de Anduril es en realidad una crítica notablemente acertada de los cinco grandes contratistas y sus aliados en el Congreso y el Pentágono, señalando su inquebrantable inclinación por los sobrecostes, los retrasos en la programación y la política de barril de cerdo para preservar sistemas de armas que con demasiada frecuencia ya no sirven para ningún propósito militar útil. El documento continúa diciendo que, mientras que los Lockheed Martin del mundo cumplieron una función útil en los viejos tiempos de la Guerra Fría con la Unión Soviética, hoy en día son incapaces de construir la próxima generación de armamento. La razón: su modelo de negocio arcaico y su incapacidad para dominar el software en el corazón de una nueva generación de armas semiautónomas, sin piloto, impulsadas por la inteligencia artificial (IA) y la informática avanzada. Por su parte, los nuevos titanes de la tecnología afirman audazmente que pueden proporcionar exactamente esa generación futurista de armamento de forma mucho más eficaz y a un coste mucho menor, y que sus sistemas de armas preservarán o incluso ampliarán el dominio militar mundial estadounidense en un futuro lejano, superando a China en el desarrollo de tecnologías de próxima generación.
La guerra y una posible tecno-autocracia venidera
¿Podría haber un nuevo y mejorado complejo militar-industrial esperando entre bastidores, uno alineado con las necesidades reales de defensa de este país que no estafe a los contribuyentes en el proceso?
No cuente con ello, al menos si se basa en el desarrollo de «armas milagrosas» que cuesten mucho menos y hagan mucho más que los sistemas actuales. Parece que esta idea surge en cada generación, sólo para caer en saco roto. Desde el «campo de batalla electrónico» que se suponía iba a localizar y destruir a las fuerzas del Viet Cong en las selvas del sudeste asiático en los años de la guerra de Vietnam hasta la visión fallida de Ronald Reagan de un escudo antimisiles impenetrable de la «Guerra de las Galaxias», pasando por el fracaso de las municiones guiadas de precisión y la guerra en red para lograr la victoria en Irak y Afganistán durante la Guerra Global contra el Terror de este país, la idea de que una tecnología militar superior es la clave para ganar las guerras de Estados Unidos y expandir su poder e influencia ha estado marcada habitualmente por el fracaso. Y eso ha sido así incluso si las armas funcionan como se anuncia (que con demasiada frecuencia no lo hacen).
Y ya que estamos, no olvidemos, por ejemplo, que, casi 30 años después, el tan cacareado avión de combate de alta tecnología F-35 -en su día aclamado como una maravilla tecnológica en ciernes que marcaría el comienzo de una revolución tanto en la guerra como en las adquisiciones militares- todavía no está listo para el prime time. Diseñado para múltiples tareas de combate, como ganar combates aéreos, apoyar a las tropas en tierra y bombardear objetivos enemigos, el F-35 ha resultado no ser capaz de hacer ninguna de esas cosas especialmente bien. Y para colmo de males, el avión es tan complejo que pasa casi tanto tiempo en mantenimiento o reparación como listo para la batalla.
Esa historia de arrogancia tecnológica y fracaso estratégico debería tenerse en cuenta al escuchar las afirmaciones -hasta ahora no probadas- de los líderes del sector de la tecnología militar de este país sobre el valor de sus últimos artilugios. Por un lado, todo lo que se proponen construir -desde enjambres de drones hasta aviones sin piloto, vehículos terrestres y barcos- dependerá de un software extremadamente complejo que está destinado a fallar en algún punto del camino. E incluso si, por algún milagro, sus sistemas, incluida la inteligencia artificial, funcionan como se anuncia, puede que no sólo no resulten decisivos en las guerras del futuro, sino que hagan mucho más probables las guerras de agresión. Al fin y al cabo, los países que dominan las nuevas tecnologías se ven tentados a pasar al ataque, poniendo en riesgo inmediato a menos de los suyos mientras causan daños devastadores a las poblaciones objetivo. El uso de la tecnología de Palantir por parte de las Fuerzas de Defensa israelíes para aumentar el número de objetivos devastados en un plazo determinado en su campaña de matanzas masivas en Gaza podría presagiar la nueva era de la guerra si las tecnologías militares emergentes no se someten a algún sistema de control y rendición de cuentas.
La política actual del Pentágono promete mantener a un humano «en el bucle» en el uso de tales sistemas, pero la lógica militar va en contra de tales afirmaciones. Como Christian Brose, Presidente y Director de Estrategia de Anduril, ha escrito en su libro seminal Kill Chain, las guerras de alta tecnología del futuro dependerán de qué bando puede identificar y destruir sus objetivos con mayor rapidez, un imperativo que garantizaría que los humanos lentos quedaran fuera del proceso.
En resumen, se plantean dos posibilidades si el ejército estadounidense se adapta al complejo militar-industrial «mejorado» que propugnan los habitantes de Silicon Valley: sistemas complejos que no funcionan como se anuncia o nuevas capacidades que pueden hacer que la guerra sea más probable y más mortífera. Y estos resultados distópicos sólo se verán reforzados por la ideología de los nuevos militaristas de Silicon Valley: se ven a sí mismos como los «fundadores» de una nueva forma de guerra y como «los nuevos patriotas» dispuestos a restaurar la grandeza de Estados Unidos sin necesidad de un gobierno democrático en la mezcla de hacer la guerra. Ayn Rand estaría orgullosa.
Desde la busqueda de Peter Thiel de una forma de vivir para siempre hasta el deseo de Elon Musk de permitir la colonización masiva del espacio, no está nada claro que, si tales objetivos pudieran alcanzarse, estuvieran disponibles para todos. Es más probable que tales oportunidades estuvieran restringidas a la especie de seres superiores que los tecno-militaristas se ven a sí mismos como seres.
¿La lucha definitiva entre las Cinco Grandes y las empresas tecnológicas emergentes?
Aún así, los tecno-militaristas se enfrentan a serios obstáculos en su intento de alcanzar los peldaños más altos del poder y la influencia, entre ellos, el peso que siguen teniendo los fabricantes de armas de la vieja escuela. Después de todo, siguen recibiendo la mayor parte del gasto en armamento del Pentágono, en parte gracias a sus millones de dólares en lobbies y gastos de campaña y a su capacidad para difundir puestos de trabajo a casi todos los estados y distritos del país. Estas herramientas de influencia dan a las Cinco Grandes un arraigo y una influencia sobre el Congreso mucho más profundos que a las nuevas empresas tecnológicas. Estas grandes empresas heredadas también influyen en la política gubernamental a través de la financiación de grupos de expertos belicistas que ayudan a dar forma a las políticas gubernamentales diseñadas para regular su conducta, y mucho más.
Por supuesto, una forma de evitar la pelea final entre los Cinco Grandes y las empresas tecnológicas emergentes sería alimentar a ambos con una amplia financiación, pero eso requeriría un presupuesto del Pentágono que se dispararía mucho más allá de la marca actual de un billón de dólares. Hay, por supuesto, algunos proyectos que podrían beneficiar a ambas facciones, desde el plan de defensa antimisiles Golden Dome de Donald Trump, que podría incorporar hardware de las Cinco Grandes con software de las empresas tecnológicas emergentes, hasta el nuevo programa de aviones de combate F-47 de Boeing, que prevé «hombres de ala» no pilotados que probablemente sean producidos por Anduril u otra empresa de tecnología militar. Así pues, la cuestión de la confrontación frente a la cooperación entre la nueva y la vieja guardia del sector militar aún está por resolver. Si las empresas rivales acaban volcando sus recursos de lobby unas contra otras y yendo a por sus proverbiales gargantas, podría debilitar su control sobre el resto de nosotros y quizás revelar información útil que podría socavar la autoridad y credibilidad de ambas partes.
Pero cuenten con una cosa: ninguno de los dos sectores tiene en mente los mejores intereses del público, así que tenemos que prepararnos para contraatacar nosotros mismos independientemente de cómo se desarrolle su batalla.
Bien, entonces, ¿qué podríamos hacer para evitar el escenario de pesadilla de un mundo dirigido por Peter Thiel, Elon Musk y compañía? En primer lugar, necesitaremos el tipo de ciudadanía «alerta e informada» que Dwight D. Eisenhower señaló hace tanto tiempo como el único antídoto contra una sociedad cada vez más militarizada. Eso significaría esfuerzos concertados tanto por parte del público como del gobierno (que, por supuesto, tendría que estar dirigido por alguien diferente a Donald J. Trump – ¡ya un proyecto en sí mismo!
De momento, el sector tecnológico está cada vez más arraigado en la administración Trump, que tiene con varios de ellos una clara deuda de gratitud por haberle ayudado a llegar a la cima en las elecciones de 2024. A pesar de su amargo desencuentro público con su colega narcisista Elon Musk, la influencia del sector tecnológico en su administración sigue siendo muy fuerte, empezando por el vicepresidente J.D. Vance, que debe su carrera al empleo, la tutoría y el apoyo financiero del militarista de Silicon Valley Peter Thiel. Y no hay que olvidar que una importante cohorte de antiguos empleados de Palantir y Anduril ya han recibido puestos clave en esta administración.
La creación de un contrapeso a estos militaristas de la nueva era requerirá un esfuerzo social a gran escala, que incluya a educadores, científicos y tecnólogos, al movimiento obrero, a líderes empresariales no tecnológicos y a activistas de todo tipo. Los trabajadores de Silicon Valley, de hecho, organizaron una serie de protestas contra la militarización de su trabajo antes de ser rechazados. Ahora se necesita desesperadamente una nueva oleada de este tipo de activismo.
Al igual que muchos de los científicos que ayudaron a construir la bomba atómica pasaron sus vidas después de Hiroshima y Nagasaki tratando de frenar o abolir las armas nucleares, una cohorte de científicos e ingenieros en el sector de la tecnología tiene que desempeñar un papel de liderazgo en la creación de barandillas para limitar los usos militares de las tecnologías que ayudaron a desarrollar. Mientras tanto, el movimiento estudiantil contra el uso de armas estadounidenses en Gaza ha empezado a ampliar sus horizontes para dirigirse contra la militarización de las universidades en general. Además, los ecologistas tienen que redoblar sus críticas a los imensos requisitos energéticos necesarios para alimentar la IA y las criptomonedas, mientras que los líderes sindicales tienen que tener en cuenta las consecuencias de que la IA destruya puestos de trabajo tanto en el sector militar como en el civil. Y todo esto tiene que ocurrir en el contexto de una alfabetización tecnológica mucho mayor, incluso entre los representantes del Congreso y los trabajadores de las agencias gubernamentales encargadas de regular a los proveedores de nuevas tecnologías militares.
Nada de eso, por supuesto, es probable que ocurra excepto en el contexto de un resurgimiento de la democracia y un esfuerzo comprometido para cumplir las promesas retóricas incumplidas que sustentan el mito del sueño americano. Y hablando de contextos, aquí hay uno que cualquiera que se esté preparando para protestar contra una mayor militarización de esta sociedad debería tener en cuenta: contrariamente a la creencia de muchas figuras clave, desde el Pentágono a Wall Street, pasando por Main Street, el apogeo del poder militar y económico estadounidense ha pasado de hecho, para no volver jamás. El único curso racional es elaborar políticas que mantengan la influencia estadounidense en el contexto de un mundo en el que el poder se ha desactivado y la cooperación es demasiado esencial.
Tal visión, por supuesto, es el polo opuesto del enfoque ampuloso e intimidatorio de la administración Trump, que, si persiste, solo acelerará el declive estadounidense. Y en ese contexto, la cuestión clave es si el daño generalizado inherente al nuevo proyecto de ley presupuestaria -que solo seguirá enriqueciendo salvajemente al Pentágono y a las grandes empresas armamentísticas de ambos tipos, mientras golpea al resto de nosotros en todo el espectro político- podría impulsar una nueva oleada de compromiso público y un debate genuino sobre en qué tipo de mundo queremos vivir y cómo este país podría desempeñar un papel constructivo (en lugar de destructivo) para lograrlo.
William D. Hartung es investigador principal en el Quincy Institute for Responsible Statecraft y autor, junto con Ben Freeman, de The Trillion Dollar War Machine: How Runaway Military Spending Drives America into Foreign Wars and Bankrupts Us at Home (de próxima aparición)
