La desaparición de cuatro niños en Ecuador: una ventana a la crisis estatal y de derechos humanos

Autores: Oscar Jaramillo Vásconez y Richard Ramírez González

El 8 de diciembre de 2024, Ecuador presenció una tragedia que encapsula múltiples crisis sociales y políticas. Cuatro niños afrodescendientes del barrio Las Malvinas en Guayaquil fueron interceptados por militares, desaparecidos y posteriormente hallados calcinados.

Este caso no debe ser visto como un hecho aislado, debemos entenderlo en el marco en que se desarrolla y considerando los precedentes históricos y el contexto de violencia estatal que vive el país, es imposible no buscar un paralelismo con el caso de los hermanos Restrepo y su desaparición a manos de las fuerzas del estado en 1988, o con los crímenes y desapariciones forzadas de las dictaduras militares en Latinoamérica ampliamente documentadas.

Si nos enfocamos en los hechos más recientes, también se puede establecer un paralelismo entre la política de «mano dura» contra la violencia y el narcotráfico en Ecuador con las medidas de militarización parecidas usadas en México y Colombia, en ambos casos las ejecuciones extrajudiciales y la violación de los derechos humanos han sido documentadas.

Considerando esto, no hay razón alguna para pensar en una excepcionalidad ecuatoriana, los cuatro niños asesinados no son crímenes aislados y deben ser entendidos cómo parte de una tendencia más amplia, como una manifestación extrema de la violencia estatal, la militarización descontrolada y las profundas desigualdades estructurales que afectan a sectores históricamente marginados.

Manuel Martínez en una entrevista para Latinidades (2025) menciona que son 2200 adolescentes los que han sido detenidos en el contexto de los operativos en contra de la violencia en Ecuador en los últimos años. El autor menciona un claro perfilamiento racial y de clase, ya que las detenciones se enfocan en barrios populares, jóvenes pobres y afrodescendientes.

La retórica de la guerra interna promovida desde el gobierno necesita un «enemigo interno» para poder justificarse y cómo ha sucedido históricamente, el enemigo interno se construye en los grupos menos privilegiados (CONADEP, 1984; Franco, 2016). La desprotección institucional y la ausencia de repuestas también es responsabilidad del Estado, esto se manifiesta en la falta de pronunciamientos de organismos clave como la Defensoría del pueblo, los Consejos de Igualdad y el sistema general de justicia. Latinidades (2025) menciona que aún con la judicialización de 16 militares por detenciones arbitrarias, la retórica de conflicto y el perfilamiento del enemigo interno se debe considerar para entender el caso de los menores asesinados en manos de las fuerzas militares.

Además de la responsabilidad estatal (no jurídica) en este caso específico, se debe mencionar la escalada de violencia en Ecuador debido a la disputa por las lucrativas rutas de la droga. En 2023, se registraron 7.878 muertes violentas, lo que equivale a una tasa de 46,5 homicidios por cada 100.000 habitantes (Ministerio del Interior, 2025), convirtiéndose en el año más violento en la historia del país. Durante 2024, la violencia continuó siendo una constante, con 6.964 muertes violentas (Ministerio del Interior, 2025), lo que representa una tasa de 38,76 homicidios por cada 100.000 habitantes, consolidándose como el segundo año más violento en la historia de Ecuador.

En medio de la ola de violencia que vive el país, el presidente Daniel Noboa emitió, el 9 de enero de 2024, un decreto ejecutivo que reconocía la existencia de un conflicto armado interno, lo que llevó a la movilización de las Fuerzas Armadas para «declarar la guerra» a una veintena de organizaciones delictivas.

De acuerdo con el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) (2025a), basados en la reconstrucción judicial de los hechos, la noche del 8 de diciembre, un grupo de 10 niños regresaba a casa después de jugar fútbol. Fueron interceptados por 16 militares que golpearon y detuvieron a cuatro de ellos. En lugar de llevarlos a una estación de policía, como dicta la ley, los trasladaron fuera de Guayaquil, donde posteriormente fueron abandonados.

Según el informe del CDH (2025a), los padres de los hermanos Arroyo Bustos a las 22:40 horas del 8 de diciembre recibieron una llamada de un teléfono desconocido donde uno de los menores gritó «Vengan a rescatarnos, los militares nos golpearon, ayúdennos». Días después, sus cuerpos calcinados fueron encontrados, marcando una de las peores violaciones a los derechos humanos en años recientes.

Los familiares denunciaron el hecho de inmediato, pero enfrentaron revictimización y desinformación, llegando incluso al punto en que el ministro de Defensa calificó a los niños como “delincuentes”. Esta narrativa, lejos de aclarar los hechos, buscó desviar la atención pública de la responsabilidad estatal.

A pesar de que la desaparición de los cuatro niños ocurrió después del control militar, esta no se registra como desaparición forzada en las estadísticas de la Fiscalía. Hasta noviembre de 2024, la fiscalía general del Estado (2024) reportó cinco desapariciones forzadas, aunque esta cifra podría estar subestimada, debido a que muchas desapariciones forzadas figuran únicamente como desapariciones involuntarias.

En una entrevista con Primicias (2024), Billy Navarrete presentó una lista de al menos cinco casos que los familiares reportaron como desapariciones forzadas, pero que la Fiscalía clasificó como desapariciones involuntarias. De estos casos, solo en uno se reclasificó el delito, tras la admisión de un recurso de hábeas corpus por parte de los jueces.

Al igual que el caso de Josué, Ismael, Saúl y Steven, la periodista Karol Noroña (2024) en una reveladora investigación señala que Dave Robin Loor y Juan Daniel Santillán, jóvenes sin antecedentes penales, fueron detenidos el 26 de agosto de 2024 por militares del Grupo de Fuerzas Especiales N. 25 Base Sur, tras presuntamente evadir un control en motocicleta junto a otras dos motos. Según un informe militar del 28 de agosto de 2024, los jóvenes fueron interceptados, y uno de ellos se identificó como alias «Chino», parte de una banda criminal. En el documento, los militares afirman que fueron liberados dos horas después, sin demostrar esta afirmación.

CDH (2025b) afirma que en los últimos tres meses se han reportado desapariciones similares asociadas a operativos militares; entre las víctimas se encuentran Oswaldo Mauricio Morales Santana, de 23 años; Justin Elian Álvarez Chávez, de 17 años; Dave Robin Loor Roca, de 20 años; Dalton Oswaldo Ruiz Tapia, de 35 años; Maicol Jeampier Castañeda Solís, de 16 años; Jairo Damián Tapia Álvarez, de 16 años; Kleiner Pisco de 15 años, Carlos Pisco de 17 años y Miguel Moran de 21 años.

Además, el CDH (2025b) señala que, solo en la provincia de Esmeraldas, se han documentado las desapariciones de Nevil Mina Quiñónez, de 18 años; Ariel Cheme Franco, de 19 años, Jackson Cortez Lara, Ángel Alfredo Ortiz, Romario Ricardo Caicedo Mina y Karil Josué Chérrez Reina.

Si revisamos las experiencias de otros países en casos similares, en Brasil entre 1964 y 1985 durante las dictaduras militares, miles de personas fueron desaparecidas y hasta ahora muy pocos casos han sido investigados de acuerdo con el Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos (2005). Para entender que este es un fenómeno vigente, Amnistía Internacional (2024) señala que en Colombia se han identificado 111.640 personas que fueron desaparecidas a marzo de 2024.

Los Estados perpetúan esta realidad no solo a través de la complicidad y la impunidad que prevalecen en casos relacionados con el narcotráfico, el terrorismo, la lucha contra el crimen organizado o la persecución política, sino también por su responsabilidad en mantener sistemas judiciales ineficientes y corruptos.

La desaparición forzada de los niños en Ecuador adquiere un matiz aún más grave al ser propiciada desde el Estado. Sin embargo, en lugar de condenarlo como un asesinato deplorable, parte de la sociedad justifica la desaparición y muerte de los niños entendiendo la situación como un mal necesario en la lucha contra el crimen, incluso, criminalizando a las víctimas.

Según la teoría de Max Weber (1919), el Estado se define como la entidad que sostiene el monopolio de la fuerza física legítima. Este monopolio le confiere el poder de asesinar y reprimir sin las consecuencias que tendrían los ciudadanos comunes. Para Hobbes (1651) esto es necesario, ya que la ausencia de un poder central llevaría al caos.

Revivir estos debates en el Ecuador militarizado y asustado por el crimen organizado parece demostrar que el Estado se ha convertido, en palabras de Acemoglu y Robinson (2019), en un Leviatán despótico (en su represión) y ausente (en su incapacidad para controlar el crimen). La corrupción sistemática, la complicidad del aparato estatal y las clases dominantes en el negocio del lavado de dinero y la fuerte represión que vivió la ciudadanía durante las protestas de los últimos años, evidencian la necesidad de una sociedad movilizada y organizada que exija rendición de cuentas y justicia.

La militarización como estrategia de seguridad en Ecuador se intensificó a partir de la declaración de conflicto armado interno en 2024. Mientras tanto, la violencia no ha disminuido; al contrario, la tasa de homicidios en 2024 siguió siendo una de las más altas de la región.

Algo similar ya ocurrió en México, donde la militarización de la seguridad pública comenzó en el gobierno de Felipe Calderón en 2006 y se ha mantenido incluso en el gobierno de López Obrador, a pesar del proyecto “Abrazos no balazos”, que prometía una estrategia menos confrontativa.

La mano dura en México no ha funcionado. Según el Banco Mundial (2024), en 2020 la tasa de homicidios intencionales se ubicó en 29 por cada 100.000 habitantes, mientras que la media mundial fue 6 por cada 100.000 habitantes. De acuerdo con Notitia Criminis (2024), la militarización ha incrementado los casos de abusos a los derechos humanos incluyendo ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, desapariciones forzadas e incluso tortura.

Otro efecto negativo de la militarización que ha sido identificado en México es la debilitación de las instituciones civiles, como la policía e incluso el sistema judicial, debido a la dependencia de los procedimientos militares. Esto impide que las instituciones civiles se adapten con eficacia a la realidad conflictiva, lo que termina por volverlas incapaces de afrontar la situación en formas no violentas.

Según Maldonado (2024), tras analizar las políticas de seguridad mexicanas de “mano dura” encuentra que, aunque se logró detener y ejecutar a varios líderes importantes de los carteles de la droga, esto ha tenido muy poco impacto en desarmar el crimen organizado e incluso ha creado vacíos de poder que provocan más violencia y desestabilizan aún más la región.

Si nos enfocamos en Colombia, la estrategia de militarización fue más efectiva, contribuyendo a un notorio proceso de debilitamiento por el cual la presencia guerrillera y su capacidad operativa se vieron reducidas, según Niño y Castillo (2022). Sin embargo, esto se hizo a costa de graves violaciones a los derechos humanos como los “falsos positivos” durante el gobierno de Uribe (Human Rights Watch, 2021).

Malamud & Nuñez (2024) mencionan que la efectividad de la militarización de Colombia queda en duda al considerar el surgimiento de innumerables organizaciones criminales más pequeñas, el completo abandono institucional de ciudades y regiones como Buenaventura, otras regiones del Valle del Cauca y regiones amazónicas. Si bien la tasa de homicidios disminuyó, el crimen organizado en el país sigue siendo fuerte y uno de los principales orígenes de la droga global (Malamud & Nuñez, 2024).

Un problema fundamental de la militarización y la violencia estatal es que impactan de manera desproporcionada a las comunidades más pobres y marginalizadas, especialmente en contextos donde el racismo y la exclusión social están profundamente arraigados. Gilmore (2007) y Alexander (2010) han señalado que las políticas de seguridad y control suelen reforzar las desigualdades estructurales, dirigiendo su fuerza coercitiva hacia grupos racializados y empobrecidos.

Los niños asesinados en Ecuador eran afrodescendientes y vivían en un sector empobrecido. Este caso va en línea con la idea de necropolítica planteada por Mbembe (2003), donde la violencia estatal y paraestatal se dirige de manera selectiva hacia comunidades racializadas y empobrecidas. En Ecuador, la racialización de la pobreza y la declaratoria de conflicto armado interno genera un sistema en el que ciertos grupos son tratados como desechables. Esto se evidencia en una carta de Human Rights Watch (2024) dirigida al presidente Noboa, en la que se recopilan audiencias judiciales donde los detenidos afirman que los soldados golpeaban, tiraban sus medicinas y en algunos casos los torturaban una de las transcripciones en la carta reza: «Todos los días [nos agreden] con un palo, con un cable de luz, con lo que tienen a la mano, nos tratan [de] que somos una mierda, que no valemos para nada, que somos los últimos de la sociedad».

Mientras los sectores vulnerables son perseguidos, deshumanizados y reducidos a una condición de precariedad extrema, donde su existencia es considerada prescindible, como señala Butler (2004), los grandes responsables del crimen organizado, junto con los bancos, las empresas y los políticos que permiten y son cómplices del blanqueo de capitales e incluso del narcotráfico, permanecen intocables. Además, la complicidad e infiltración de las fuerzas armadas y la policía por redes de narcotráfico pone en evidencia la falta de voluntad política para enfrentar a los verdaderos actores del crimen.

La estrategia de militarización y ‘mano dura’ puede, en un primer momento, reducir los niveles de violencia en ciertas zonas. Sin embargo, como ha ocurrido en países como Colombia y México, este enfoque no aborda las causas estructurales del crimen organizado y el narcotráfico. Una de las medidas inmediatas con un impacto duradero es atacar los pilares económicos que sostienen estas redes delictivas. Al desmantelar estas redes, no solo se debilita la estructura financiera de estas organizaciones, sino que también se reduce su capacidad para reclutar miembros, corromper instituciones y financiar actos violentos (UNODC, 2011).

El narcotráfico a gran escala es el principal motor del blanqueo de capitales en Ecuador, según el Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (GAFILAT) (2023). Situado entre los dos mayores países cocaleros del mundo, Colombia y Perú, un gran porcentaje de la cocaína que producen pasa por Ecuador antes de llegar a los mercados internacionales.

Esto sumado a una estimación de las Naciones Unidas (2011) donde se menciona que en el país se lava entre 2 mil y 5 mil millones de dólares al año, lo que representa entre el 2% y el 5% del producto interno bruto (PIB) del país, nos permite dimensionar el tamaño del dinero lavado en Ecuador. Además, un informe reciente del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) (2023) confirma esta tendencia, señalando que alrededor de 3.500 millones de dólares se lavaron en el sistema financiero ecuatoriano durante el año 2021, una cantidad que encaja perfectamente en el rango estimado por la ONU. Las políticas de “mano dura” y la militarización solo contribuyen a perseguir al eslabón más bajo de la cadena, mientras que los principales beneficiarios, como los bancos, las organizaciones financieras, las empresas y las políticas quedan impunes en este negocio millonario.

Por lo tanto, el caso del asesinato de los niños de Malvinas solo llama la atención sobre los verdaderos esfuerzos que se hacen para combatir la delincuencia, evidenciando una grave crisis institucional acentuada por el estado deplorable de la seguridad del país y la falta de voluntad política.

La desaparición y el asesinato de cuatro niños en Ecuador no deben ser olvidados. Este caso no solo es un grito de justicia, sino una oportunidad para repensar las prioridades del Estado y avanzar hacia un modelo que garantice seguridad y dignidad para todos. Las desapariciones forzadas y asesinatos, aunque no se hable de ellos, han sido parte de la historia latinoamericana y ecuatoriana. No podemos olvidar a los hermanos Restrepo, quienes también fueron víctimas de desaparición por parte del Estado.

Los casos de desapariciones forzadas exigen un replanteamiento urgente no solo de las políticas de seguridad en Ecuador, sino también de la visión que tiene el Estado para enfrentar el crimen organizado. Es necesario desmilitarizar las tareas civiles y en su lugar fortalecer la institución policial y haga uso de las fuerzas armadas solo en casos de extrema necesidad como recomienda Human Right Watch (2024),

Fortalecer la transparencia y la rendición de cuentas en las fuerzas armadas, perseguir el lavado de dinero y, lo más importante, priorizar políticas de desarrollo social para abordar las causas estructurales de la violencia también debe ser parte de una estrategia integral. Enero de 2025 se perfila como el mes más violento en la historia del país alcanzando los 600 homicidios hasta el 24 de enero. Esta cifra, que supera en 96 muertes a la de enero de 2024, nos debe hacer dudar seriamente de que las políticas actuales sean la solución adecuada para enfrentar al crimen organizado.

La realidad exige medidas estructurales que desmonten las desigualdades y garanticen la presencia real del Estado en todos los territorios, especialmente en aquellos que han sido históricamente marginados. Lejos de necesitar menos Estado, lo que esta crisis evidencia es la urgencia de un Estado presente, activo y comprometido, que no abandone a ningún sector de la población.

Y, señoras y señores, la pregunta correcta no es “¿Está usted de acuerdo con que los menores de edad por delitos graves sean juzgados penalmente como adultos?”, sino «¿Qué debe hacer el Estado para que los niños y adolescentes no caigan en las garras de los grupos de delincuencia organizada?”. Reducir el debate a la punibilidad de los menores es evadir la responsabilidad histórica de un sistema que ha perpetuado la pobreza, la exclusión y la falta de oportunidades.

Referencias

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Butler, J. (2004). Precarious life: The powers of mourning and violence. Verso.

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